Lanssiers y las lecciones de la Historia, por Gustavo Gorriti
La noticia de la muerte de Hubert Lanssiers me sorprendió fuera del país por unos días.
Cuando el Perú más necesita de lucidez, claridad intelectual y entereza de alma, muere una de las mentes más brillantes y uno de los más nobles corazones en nuestra Patria. Hubert nos hará una falta inmensa en el futuro, pero sobre todo nos falta hoy.
La bondad y la inteligencia no siempre van juntas. La caridad, la abnegación, la empatía por el sufrimiento ajeno y la dedicación a disminuirlo no suelen coexistir con la acidez de la ironía, el filo de navaja del intelecto capaz de articular un concepto intrépido y cautivador o desnudar sin piedad una estupidez revestida de solemnidad. Pero en Hubert, la inteligencia –e incluso sus rabias memorables– eran también expresiones de bondad y herramientas para rescatar la condición humana hasta en el centro de los infiernos de esta tierra.
La ruta que llevó a este belga de acento irreductible desde la Europa devastada de su niñez a las guerras de la posguerra en Asia y de ahí al Perú significó atravesar, como testigo y protagonista, las mayores tragedias del siglo pasado, para terminar aquí llevando, según el caso, la fuerza de la inteligencia o la de la pura humanidad a los condenados de la tierra en nuestras cárceles.
Hubert fue capellán de prisiones en el Perú, como –en la variedad de una impresionante experiencia vital– años atrás lo fuera del asesinado presidente de Vietnam del Sur, Ngo Dim Diem, en plena guerra contra el Vietcong y Vietnam del Norte. Cuando lo entrevisté por primera vez, en la década de los ochenta, recuerdo que me impresionó la falta de conflicto entre su erudición académica imparcial, vívida pero objetiva, sobre los hechos que le había tocado protagonizar y sufrir. No bastaba sentir, había que comprender para que la lucidez diera camino y objetivo a la solidaridad.
Lanssiers había visto de muy cerca las tragedias que la ideología totalizadora del comunismo había causado en Asia. Sin embargo, cuando entró en contacto con el fanatismo senderista, este sacerdote y legionario honorario de la Legión Extranjera no dudó en hacerse capellán de ateos militantes y voz de la razón entre fanáticos. Tras, en sus palabras, “una especie de lógica absoluta que tiende a llevar a la locura absoluta” había seres humanos torturados por el conflicto entre su sensibilidad y el resultado de sus acciones; entre las escalofriantes demandas de su ideología y su conmocionado sentido común. Para muchos de quienes sobrevivieron esos años de sangre, Hubert representó el camino a la redención, no solo a través de la compasión sino también de la razón y el entendimiento.
Ahí, en el torturado y cruelmente gris mundo de las prisiones, donde la búsqueda de salvación toma por lo general la forma de ruptura de las catarsis carismáticas, Hubert también ofreció la vía de la redención ilustrada. Nadie mejor que él, inteligencia de pensamiento límpido y elegante, en la mejor tradición de la cultura francesa, para lograrlo.
Menos cartesiana fue su actividad intensa para liberar a inocentes y luchar contra la estupidez burocrática. “A mí una cosa que me resulta muy cansadora”, me dijo en una entrevista, “es luchar contra la imbecilidad. Tú puedes luchar contra la maldad, que tiene una cierta lógica, pero contra la necedad es imposible. El tipo esta cerrado, sin grietas, sin fallas”.
Hay en el judaísmo una leyenda, originada en el exilio babilónico y desarrollada posteriormente en la Cabalá y las leyendas hasídicas, que afirma que el mundo sobrevive gracias a la existencia de 36 hombres justos, cuyo mérito sumado previene la destrucción de la humanidad a manos de un Dios harto de su corrupción e iniquidad. A la muerte de uno de los Lamed Vav (36 en la numeración hebrea), quienes sabían de su existencia dirán con tristeza, “era uno de los treinta y seis”. En el instante que murió Hubert, quedaron treinta y cinco.
Y ahora debo terminar refiriéndome de nuevo al humalismo. Aquí en el Perú hemos visto poco y sufrido menos el fascismo. Lo que para Europa fue el cataclismo social y bélico que arrasó con un mundo y con la vida de decenas de millones de personas, en nuestro país fue un reflejo más grotesco y patético que peligroso.
No deja de ser grotesco hoy, pero ya es peligroso. No se presenta más en el discurso demente de Antauro sino en el edulcorado, pasteurizado y homogeinizado de Ollanta Humala. Pero éste no se explica ni es posible sin aquél. Y ninguno de los dos sin la influencia central y el añoso proyecto conspirativo familiar de Isaac Humala. Su visión dictatorial, racista y vertical es el predicado original de ambos sujetos, Ollanta y Antauro.
No hay fascismo pequeño cuando intenta o logra tomar el poder. Lo supieron, por ejemplo, los yugoslavos cuando Milosevic hizo la transición del comunismo al nacionalismo rabioso y racista. De ahí a la guerra, la atrocidad y el genocidio solo hubo unos pasos.
Milosevic fue la excepción, en tanto no llegó al poder a través del voto. Gran parte de los regímenes fascistas capturó el poder mediante elecciones, gracias a la miopía, ceguera o estupidez de sus opositores. A los fascistas no les faltó en ningún caso ni compañeros de ruta, ni tontos útiles, ni oportunistas sin escrúpulos para facilitar su triunfo.
Aquí y ahora, en el Perú, lo que menos pueden hacer las fuerzas democráticas es tener presentes las lecciones de la historia y saber que ellas se aplicarán de una u otra forma al país. Ante el peligro que representa el humalismo, debe haber la decisión de todos los partidos democráticos, al margen de diferencias políticas, para impedirlo. Concretamente, todos los partidos deben tomar la decisión de apoyar firmemente al candidato o candidata democrático que pase a la segunda vuelta, si es que Humala pasa también.
Asimismo, el candidato o la candidata que reciba tal apoyo deberá actuar ya no como representante de su partido o coalición sino de las fuerzas democráticas en su conjunto, y deberá pactar los puntos básicos de acuerdo común respecto al gobierno democrático del país.
Si estamos donde estamos es porque ha habido gente necia e incompetente en el manejo de la democracia en el Perú. Ahora, ante el peligro real, los dirigentes deben demostrar la responsabilidad, inteligencia y decisión que permitan salvar al sistema. El tiempo es poco, mucho el deber.